Intervención de Pablo de Greiff, Relator Especial de las Naciones Unidas para la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición En el ‘Foro sobre las víctimas’

Cali, Colombia, Agosto 3, 2014.

Antes que nada quisiera agradecer a los organizadores, especialmente a la Universidad Nacional y a las Naciones Unidas la honrosa invitación. Una vez hecho esto, quiero expresar mi aprecio especial por todos ustedes, quienes finalmente dan sentido a un foro de víctimas; la capacidad de resistir dolores para los cuales no hay palabras y penas para las cuales no hay consuelo merece el más profundo respeto. De hecho, puesto que la violación de derechos fundamentales no es nunca un mero incidente en la vida de una persona, algo así como un mal momento que eventualmente puede ser olvidado, sino una carga que se vive a diario, la entereza ante el dolor y la pena no es sólo la de un fatídico día, sino la de todos los días desde entonces y por tanto, merecen ustedes las víctimas no sólo respeto sino también admiración. Pienso que cualquier proceso de transformación de una sociedad en la que se sometió a sus propios miembros a tales dolores y penas implica familiarizarse con la carga que las víctimas llevan.

Pero quiero concentrarme aquí, al principio de mi intervención, en reconocer especialmente, no sólo la capacidad de resistir pena y dolor, sino la de persistir en la lucha por la justicia y por un futuro mejor. Cuando aun muchos de quienes más se benefician de un sistema particular pierden la confianza en la capacidad de transformarlo y caen, en el mejor de los casos, en el cinismo y la complacencia, y en el peor –tristemente no infrecuente—en la corrupción y en los intentos obscenos por preservarse en el poder, la disposición de quienes han sufrido lo peor de lo que el sistema ofrece a insistir en la posibilidad de cambio, de justicia, y de transformación, constituye probablemente el recurso moral más importante de una transición. En todas las experiencias de las cuales tengo conocimiento, ha sido la sociedad civil, incluyendo a las víctimas, quienes han asumido luchas que, estrictamente hablando, dado lo que ya habían padecido, otros han debido dar. Quiero, con mi presencia en este foro, enviar antes que nada, un mensaje de respeto y de apoyo al espíritu inquebrantable de las víctimas, a su capacidad de creer en y luchar por un futuro mejor un futuro en el que la noción de los derechos cobre plena vigencia.

Colombia se ha embarcado en un proceso de importancia capital, que genera interés supremo en la comunidad internacional. El proceso abre la posibilidad de ponerle fin a un conflicto, que, se dice con frecuencia, es el más antiguo de América Latina, y uno de los más longevos del mundo. Un conflicto que ha generado una de las poblaciones de víctimas más grandes del planeta; que ha sesgado vidas de niños y niñas, arruinado futuros prometedores, e interrumpido vejeces que merecían transcurrir apaciblemente. El conflicto colombiano, como todos los demás, ha consumido recursos que hubieran podido invertirse en desarrollo; mejor educación, salud, infraestructura, justicia; más equidad, mejores oportunidades. El conflicto ha alimentado y se ha alimentado de fenómenos de macro-criminalidad de proporciones globales que trágicamente han resultado atractivos para una cantidad inmensa de jóvenes colombianos y que han afectado el funcionamiento de todas las instituciones del país, sin excepción alguna. Terminar el flagelo del conflicto y comenzar recuperarse de sus lastres es lo que el proceso de paz ofrece.

El primer punto que me gustaría enfatizar en esta breve intervención es, precisamente, acerca de la importancia del proceso de paz. Es obvio que un conflicto tan longevo como el colombiano no va a solucionarse fácilmente. Es obvio también que un conflicto largo distribuye sus costos de forma inequitativa, y que por lo tanto habrá quienes no sólo se hayan acostumbrado a él, sino que de hecho, han prosperado no solo en medio sino por el conflicto. Pero a pesar de todo el progreso que pueda lograrse en medio del conflicto, hay cosas que son imposibles de lograr mientras este continúe:
* a pesar de que en situaciones de conflicto el precio de la inseguridad no lo pagan todos de la misma forma, lo cierto es que todos lo pagan;

* de los costos del conflicto en términos de desarrollo, manifestados en una infraestructura menos capaz de lo que podría ser, una fuerza laboral menos preparada, costos de seguridad exorbitantes, para mencionar sólo algunos, de esos nadie se escapa;

* nadie se escapa del costo que el conflicto impone sobre las instituciones; la forma como genera prioridades que distan mucho de las de países en paz (piénsese aquí en dos ejemplos bastante diferentes el uno del otro: el gasto inmenso que supone para un país como Colombia invertir consistentemente más del doble de su producto nacional bruto que un país como Brasil en gastos militares; o el costo inmenso que supone tener que invertir en la complicada infraestructura necesaria para atender mínimamente las necesidades de los desplazados). Aparte de la desviación de recursos, el conflicto afecta las instituciones, haciéndolas menos flexibles, más proclives a la atención sectaria, más reactivas;
* de los costos del un conflicto en términos de polarización política nadie se escapa tampoco; los conflictos disminuyen el capital social, la capacidad de coordinar acciones, y de llegar a acuerdos, factores importantes para el desarrollo;

* y por supuesto, nadie se escapa en un país en conflicto de los costos morales del mismo. Convivir con la violencia y con todas las consecuencias que ella genera impone costos ineludibles. Los puntos anteriores señalan algunos de los mecanismos por medio de los cuales los conflictos dificultan tener logros en la dirección de una sociedad de derecho, con equidad, instituciones que respondan a las demandas ciudadanas, oportunidades para todos, normas democráticas vigentes y efectivas, y respeto generalizado por los derechos de todos. Independientemente de todo esto, vivir en un país que no logra resolver sus conflictos sociales básicos, en donde se violan los derechos fundamentales de tantos ciudadanos, obviamente genera preguntas acerca de la capacidad de sus dirigentes –ya sean de izquierdas, de derechas, o de centro—y de la capacidad de los ciudadanos de forjar decididamente los destinos del país.
Lo que está en juego, en un proceso de paz, es entonces crucial, y, este es el punto que más quiero enfatizar, lo es para todos. En un contexto en donde ya se ha avanzado tanto como en el proceso colombiano, y en donde hay razones para asumir que un fracaso significaría no sólo el retorno al conflicto sino a uno prolongado, aprovecho esta oportunidad para instar no sólo a las partes directamente involucradas en el conflicto, sino a todos los colombianos para que cada quien haga lo suyo en pro de la resolución del conflicto, independientemente de cualquier otra consideración, incluyendo filiaciones políticas, posición social, . No será fácil, pero es posible y ya estamos en un escenario en el que se han hecho avances que sólo hace unos años hubiera sido difícil anticipar. Con la prudencia y la colaboración de todos, Colombia puede sumarse a la lista de países que han logrado resolver sus conflictos, con todas las ventajas que eso implica en términos de derechos y de justicia, de seguridad, desarrollo, y convivencia democrática.

II
Habiendo comenzado por un ‘elogio a la paz’ y a la importancia de un compromiso serio por parte de todos los sectores para lograrla, dedicaré la segunda parte de mi intervención a los requisitos de una paz legítima y a la larga sostenible. Mi responsabilidad como relator especial tiene que ver, obviamente, con la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición. Comienzo por enfatizar que cada uno de estos elementos descansa sobre obligaciones legales tanto internas como externas. Aquí no estamos hablando de opciones o de objetivos deseables sino de obligaciones legales que comprometen a todos. Las víctimas, y la sociedad en su conjunto, tienen derecho a la justicia, como también a la verdad, a la reparación, y a las garantías de no repetición. En consecuencia, así como es importante recalcar que cada uno de los elementos del mandato, o, para utilizar lenguaje más familiar, cada uno de los componentes de la justicia transicional tiene un fundamento legal propio, es también importante insistir en que tanto la doctrina reciente, como la práctica (ya no tan nueva), demuestran la importancia de diseñar e implementar políticas comprensivas que traten la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición como elementos constitutivos de una política integrada, y no como opciones entre las cuales se puede escoger, como si fueran partes de un menú, que el consumidor deja o toma a su agrado.

Las víctimas y la sociedad en general, insisto, tienen derecho a la justicia, a la verdad, a la reparación y a las garantías de no repetición. El derecho internacional obviamente abre campo suficiente para que cada país encuentre formas que se adecúen a sus circunstancias particulares para dar realidad a esos derechos. Lo que no hace es eximir la responsabilidad de actuar sobre los cuatro temas. La justicia transicional no es una clase peculiar de justicia, mucho menos una forma ‘suave’ de justicia, sino una estrategia para la realización, en circunstancias de transición, de los derechos que la componen. De la misma manera, la reconciliación, concepto que surge con frecuencia en discusiones acerca de la justicia transicional, no es una condición que pueda lograrse mediante ‘atajos’ y menos aún mediante la transferencia a las víctimas de un costo más del conflicto.

Algunos de estos puntos quedaron expresados en los principios para la discusión del tema de víctimas adoptados recientemente por ambas partes de la negociación en La Habana. Aprovecho la oportunidad para celebrar ese logro, e insto a las partes a observar esos principios a cabalidad. Dicho sea de paso, comprometerse a llevar a cabo negociaciones de acuerdo con esos principios, por ejemplo, el de no intercambiar impunidades, o el de darle reconocimiento a las víctimas como derecho habientes, en consistencia, tiene consecuencias para el comportamiento de las partes fuera de la mesa también. No sólo la consecución de un acuerdo sino su legitimidad también, dependen del cumplimiento escrupuloso de tales principios.

Permítanme insistir en un punto más en este escenario: en todos los países en donde he tenido la ocasión de ejercer mis funciones, comienzo siempre por reiterar la importancia de cumplir con obligaciones legales derivadas tanto del derecho internacional como del derecho interno con respecto a los temas que conciernen el mandato; en todos he insistido en la naturaleza tanto conceptual como pragmática de los argumentos que explican la importancia de adoptar políticas comprensivas de justicia transicional que integren de forma sensata justicia, verdad, reparación y garantías de no repetición. En países que intentan implementar estas medidas en transiciones post-conflicto es cada vez más importante insistir en la necesidad de diseñar e implementar estas medidas de forma equitativa y balanceada; las medidas de la justicia transicional no son mecanismos para, discúlpenme la expresión coloquial, ‘darle garrote’ al vencido, o instrumentos para ganar en el plano formal lo que no se ganó en el plano militar. La justicia no es una forma de revancha. Quiero aprovechar esta oportunidad para insistir en que nada socava más la credibilidad de la justicia transicional que su aplicación sesgada: la justicia como virtud política es una virtud aglutinante que se basa en la aplicación estricta de los derechos, que son de todos; la verdad que tiene el potencial de dar reconocimiento y de fomentar la confianza cívica, es la verdad acerca de las violaciones cometidas por todos; la reparación, a pesar de que tiene como objetivo principal restaurar los derechos de las víctimas, descansa sobre principios generales que hacen posible el acceso a los beneficios en virtud de la violación de derechos igualmente generales, y no sobre favoritismo o distinciones arbitrarias entre diferentes tipos de víctimas. Y finalmente, las garantías de no repetición, su posibilidad misma, descansa sobre la necesidad de aplicar los mecanismos anteriormente mencionados y otras medidas de reforma institucional de forma imparcial y abarcadora. La justicia transicional, en resumen, como mecanismo para restablecer derechos que son de todos, es ella misma de todos, y no puede excluir de su ámbito las violaciones de ninguna de las partes del conflicto.
III
Si la primera parte de mi intervención tuvo como objetivo tanto hacer una advertencia acerca de los riesgos inmensos de no llegar a un acuerdo como el enviar un mensaje esperanzador acerca de las ventajas inmensas de la paz, y la segunda, recordar que no cualquier acuerdo sería ni legítimo ni sostenible, la última parte de mi intervención tiene como objetivo introducir un elemento de realismo. Uno de los retos principales que la justicia transicional ha enfrentado siempre tiene que ver con la satisfacción de las expectativas que en todos los países en los cuales ha sido aplicada genera. Por supuesto en algunos casos el problema ha tenido que ver con diseños inadecuados y con modalidades de implementación pobres. Pero en otros casos, el problema es otro: la justicia transicional tiene como fines darle reconocimiento a las víctimas tanto en su condición de víctimas como, principalmente, en su condición de derecho-habientes; fomentar la confianza cívica, especialmente la confianza en las instituciones; fortalecer el Estado de derecho, y hacer una contribución a la integración o la reconciliación social.

Todos estos son objetivos de suma importancia. Pero las medidas de justicia transicional ni individual ni colectivamente agotan la agenda de justicia y de transformación que países que han sufrido de las fallas sistémicas que explican la violación masiva y sistemática de los derechos humanos claramente requieren. El reto consiste entonces, en lograr articular una política de justicia transicional con otras políticas con las cuales normalmente convive, pero con las que raramente se relaciona de forma deliberada, tales como las políticas de desarrollo y de seguridad.

Este reto es particularmente acuciante en países en los cuales, por diferentes razones –percepciones de oportunidad, cultura legal, u otros—se tiende a sobrecargar las medidas de justicia transicional con agendas que claramente desbordan las capacidades de las instituciones que se crean para implementar los programas de justicia transicional. Colombia no comienza de cero en este campo. De hecho, uno de sus retos tiene que ver con el grado de complejidad de los mecanismos que ha escogido para tratar esos asuntos y de las expectativas que estos mecanismos han generado, expectativas no siempre satisfechas a la postre. El número de iniciativas y su grado de complejidad generarán eventualmente retos de coordinación significativos.

El proceso de transformación institucional, político, y económico que es necesario para darle vigencia plena a los derechos en contextos en los que ha habido déficits sistémicos severos es un proceso de largo plazo y que comprende tanto a todas las instituciones del Estado como a todos los estamentos de la sociedad. A pesar de esto, otros países lo han logrado. No hay razón para pensar que Colombia no va a lograrlo.

Links de interés:

https://www.hchr.org.co/wp/wp-content/uploads/2014/08/PDeGreiff_Cali_Agosto_2014.pdf

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Naciones Unidas, Derechos Humanos, Oficina del alto comisionado, Colombia

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